Cuando era chico me gustaba mucho salir con mis amigos a jugar y descubrir lo maravilloso de cada lugar.
Recuerdo que con Alejandro mi amigo y vecino de toda mi infancia nos levantábamos muy temprano, juntábamos las monedas y algún billete que le sacábamos escondidos a nuestros padres o el vuelto de los mandados y salíamos en nuestras bicis, las famosas cross con cambios a disco, rumbo a Don Pepe, un almacén que estaba a la vuelta de casa, donde comprábamos algo de fiambre unas tortitas de grasa y alguna mayonesa. El postre pedíamos gelatina en potecito, la bolsita en la mano, una botellita de agua y listo.Salíamos con dirección al campito; el campito era un bosquecito con mucha tierra, lleno de viñedos porque claro, no comente que estábamos en Mendoza, y aquí en esa época eran viñas, campo, acequias y un sol que partía la tierra, si hasta las hormigas no querían salir a caminar. Pero esto no era ningún impedimento para nosotros ya que el picnic se hacía igual.
Entre los viñedos y surcos, entre las hormigas y los chocos (perros) y la tierra seca que cuando el zonda la levantaba se te metía en la nariz, aparecían los árboles de nueces, almendros y también algunos cerezos, eran más de 50 en filas entre surcos y surcos. Claro que para llegar a esos árboles había que saltar el alambrado del campito vecino, silenciosamente esperar la siesta, cruzar las bicis, porque eso sí, sin ellas muchas veces no podíamos subir, ya que la usábamos de escalera. Todo esto era una maniobra impresionante a la perfección, cronometrado el horario, la visualización y el pedazo de sándwich al perro para que no ladrara. Este esfuerzo valía la pena ya que nos daba “grandes frutos”.
Realmente era tan lindo ver los árboles con tantas frutas, disfrutar de subirnos, sacarlas, comerlas y llenarnos los bolsillos para la vuelta a casa. Nos pasábamos largos ratos, subíamos ayudados por nuestras manos, trepando de rama en rama y disfrutando del paisaje que se veía desde arriba.
Muchas veces le agradecíamos a los árboles y con el tiempo fuimos abrazándolos, porque no solo nos daban refugio del sol y a veces la lluvia, sino también un espacio para jugar, investigar y el postre de nuestra salida. Sentir la rugosidad de la corteza, el olor de sus hojas y los multicolores de los frutos era un encanto que con tan solo 11 años podíamos comprender.
Recuerdo que cada uno había elegido su árbol y a veces llevábamos alguna soga para colgarla de un lado al otro, intentar pasarlos y treparnos. Por suerte estos dos estaban cerca.
Con el tiempo, el campito se fue quedando sin viñas, la dificultad para ingresar se hacía más complicada y los alambrados más fuertes. A lo lejos se venían algunas máquinas trabajando y obreros a pico y pala. A pesar de eso, los árboles se mantenían intactos, fuertes y siempre esperándonos para que pudiéramos abrazarlos.
Cierto día llegamos con las bicis, el fiambre, la gelatina y alguna bebida. Cuando atravesamos el campo de Don quintero, ¡no podíamos creer lo que estábamos viendo! tan solo quedaban 2 o 3 árboles de pie, el resto eran trozos cortados y apilados en un rincón, las construcciones se habían convertido en algunas casas y hasta habían montado una garita de seguridad.
Para poder ingresar, había que pedir permiso al guardia y aunque lo hiciéramos no podíamos llegar a nuestros árboles para abrazarlos. Realmente teníamos tanto enojo, tanta irritación que terminábamos tirando cascotes de tierra a la casilla del guardia. Así pasaron unos días y el picnic lo hacíamos en la puerta de casa, porque claro ya nuestro campito no era nuestro espacio libre para para disfrutar y pasarnos horas jugando.

Han pasado muchos años, y en alguna oportunidad que pase por ese lugar es un lindo barrio privado, con veredas de cemento, todo cercado como aquellas épocas, chicos jugando en bicicleta y árboles más chicos, tal vez más verdes y flacos y sin frutos, pero con la intención de alguna vez ser tan fuertes como nuestros árboles y cobijar a esos niños, para brindarles un abrazo que les permita conectarse con la naturaleza.
Buena semana para tod@s!!!
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